lunes, 10 de febrero de 2014

Deborah Hadges se inspira en Ron Mueck - Personajes

 La máscara

Parece que duerme. Me estoy yendo. Esta quietud que parece pintada. Me voy, lo estoy dejando y ahora no hace más que asemejarse a un hombre dormido, genuinamente aplastado contra su almohada. No se despierta con el ruido que hago llevando valijas, moviendo cajas. Uno pensaría que en los momentos decisivos, que él siempre va a recordar, que nunca dejaría, que atesoraría una última. Nada. No escucha, no ve si hay lágrimas en mis ojos, si lo miro de reojo o con ternura. No tiene un solo rasgo de tensión o una arruga preocupada en la frente. Sus cachetes se hunden a gusto en la almohada. No sé porqué lo miro. Me sueno la nariz mientras noto sus cabellos que con lo años se tornaron más finos, las canas que aparecen en pequeñas islitas de su cabeza. Lo escucho respirar como una maquina que hace circular el aire. El aire no me va a despedir, tampoco, cuando finalmente deje las llaves en la mesa y salga, cierre la puerta. No, no lo voy a despertar. Uno pensaría que, dadas las circunstancias. Pero no. Que duerma. Escucho el ritmo de mi corazón. Él sabía que me iba, sabía que lo miraría así, buscando ese punto débil que se extendiera como una grieta dejándome ver qué siente. Qué piensa. Un hueco. Pero lo miro y no hay nada, un hombre cualquiera dormido una noche de verano. Nada. Agarro las valijas sin hacer ruido. Abro la puerta que rechina como siempre. Era cuestión de ponerle un poco de WD40 pero nunca compramos. Le echo una gota de aceite de girasol y pruebo abrir y cerrar otra vez. En silencio total.

Despacito, desde el otro lado del cuarto llega un eco. Algo se descascara cada vez con más fuerza. Escucho caer dos mitades al piso. Cuando llego, él llora.    

Deborah Hadges
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje


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